Por Irina Soto

Mirar alrededor a veces duele. Ver la realidad en la que estoy inmersa, la que me rodea y atraviesa. La que me hace reflexionar una y mil veces. La que me grita lo afortunada que soy y la que a veces me golpea, para que abra los ojos y vuelva a ver la vida de otra manera. Me crié, crecí y vivo en un barrio de clase baja, de esos que son calificados como “zona roja” en Argentina. Villegas es uno de esos tantos barrios que los ciudadanos quieren evitar a toda costa, porque es donde todos son delincuentes, vagos, adictos y pobres. Porque dentro de él está la villa Puerta de Hierro, y si entrás en un lugar así seguro salís sin nada, si es que salís. Porque a las personas que viven en estos lugares no les importa ni el estudio, ni el trabajo, ni progresar; les gusta vivir así…

Sé que la mayoría, tanto quienes no viven en sitios así como algunos que sí, piensa de esta manera y tal vez hasta tengan razón en ciertas cosas, pero puedo asegurar que nadie elige tener una vida marcada por las limitaciones de la pobreza y la precariedad. Ninguna familia elegiría no tener dinero suficiente para poder alimentar a sus hijos, así como tampoco elegiría no poder brindarle una mejor educación.

Yo era de las que solían pensar que, si en estos barrios, algunos logran avanzar, estudiar, trabajar y establecerse en una mejor posición económica, entonces todos lo pueden hacer, y si no lo hacen es por elección propia. Pero luego de vivir ciertas situaciones vi que esto no es así. Y no porque algunos pelean para sobreponerse y otros no, sino porque simplemente las condiciones y las oportunidades no se les dan a todos. A mi madre la obligaron a abandonar sus estudios a los 12 años para que busque trabajo y ayude a su familia. Y así lo hizo, siendo apenas una niña le tocó crecer de golpe y cargar con la responsabilidad de llevar el pan a su casa. No quería que le faltara nada a su hermano menor, le dio todos los gustos que ella no recibió y le compraba los útiles para que él sí pueda concretar sus estudios. Sé que a ella le hubiera gustado recibirse, y que su sueño era ser maestra jardinera, pero su realidad fue otra y no podía oponerse a ayudar a su propia familia. Hoy se le complica conseguir un empleo estable, no haber siquiera empezado la secundaria se convirtió en una barrera muy difícil de atravesar. Las condiciones y las oportunidades no son iguales para todos y, a veces, por mucho que se desee avanzar hay factores que lo impiden.

Qué cotidiano es atravesar la puerta de mi casa y encontrar en alguna esquina, en una plaza o en un pasillo, a personas intercambiando dinero por drogas. Es ya una imagen repetida ver a alguien consumiendo, aislado del mundo real y de todo a su alrededor. No importa la hora que sea, si el sol ilumina fuertemente o si la noche es de un negro azabache. No importa si hace un calor sofocante o un frío que te quiebra los labios, siempre se puede ver en las calles a una víctima de las drogas. Yo fui testigo de las dos caras de la adicción: la de quienes consumen y la de los que venden. En el barrio, todos conocemos los puntos de venta, y con todos me refiero a absolutamente todos; los adictos, los vecinos que no estamos involucrados, los diferentes vendedores y la policía.

Pero esta vez era diferente, porque las drogas atravesaban a mi familia. Mi tía vendía, su hogar era uno de los tantos puntos de venta culpables de la perdición de innumerables jóvenes, adultos y niños. Mi primo, su propio hijo, consumía. Se volvió adicto, pese a tener un niño pequeño, su adicción fue más fuerte que su amor por él. Comenzó a robar para comprarle drogas a su madre y aunque intentó recuperarse en diferentes centros de rehabilitación, aún hoy sigue teniendo recaídas. En ese momento la droga pasó a afectar directamente a mi familia, la separó, la disolvió. Con mi tía no tenemos contacto hace casi 5 años y lo último que supimos de mi primo es que estaba encarcelado nuevamente. Estas experiencias te hacen cambiar, te afectan hasta la más mínima célula del cuerpo, te transforman como persona y te hacen ver el mundo de otra manera. Hay cantidad de jóvenes que no buscaron caer en las drogas y aun así lo hicieron; tal vez no encontraban una salida y confiaron en las personas equivocadas, tal vez fueron víctimas de una realidad injusta o de personas repugnantes capaces de arruinar vidas con tal de salvarse ellos mismos.

Hay una mentalidad que te golpea muy fuerte cuando se busca salir de la pobreza, la precariedad o las drogas, y se trata de las expectativas. Qué poco se espera de quienes vienen de abajo y qué asombro se genera cuando alguien de estos sectores logra llegar alto. Se respira un aire de imposibilidades y obstáculos cuando se apunta hacia arriba. Porque si mirás a tu alrededor, es difícil mantener el optimismo que te impulsa a seguir derribando las barreras impuestas por el sistema. Solo hace falta caminar por las calles del barrio para ver que la realidad te tira hacia abajo: las casas humildes sin terminar, las innumerables familias que buscan comida y ropa en las iglesias, los chicos pidiendo monedas, sucios y descalzos, alguna persona, o mejor dicho el resto de lo que alguna vez fue una persona, consumiendo drogas en un rincón. Son escenas repetidas de todos los días, solo que, a la larga, la cotidianidad les quita un poco el peso de lo triste y lo cruel. Pero a su vez, estas escenas te motivan a querer salir de ahí y buscar otra forma de vida.

Hace un tiempo me dijeron que lo que te salva siempre es creer, aferrarte a una idea, a algo o a alguien y luchar por ello contra toda dificultad y tempestad. Yo creo que algo de cierto hay en esa frase, pero se debe considerar que no solo se trata de la voluntad y la fuerza de cada persona sino también de muchos factores ajenos que son imposibles de controlar. En el barrio se pueden ver muchas familias que viven bien y cómodamente, logran cubrir sus gastos, estudian y trabajan, cuentan con una cobertura médica, pueden viajar y disfrutar de sus vacaciones. Pero también hay muchas otras familias que se enfrentan a la imposibilidad de satisfacer las necesidades básicas de su hogar, donde algunos niños cumplen con su derecho a la educación y otros no pueden hacerlo, donde la obra social es muy básica o ni siquiera cuentan con una, donde a veces hay comida para cenar y a veces hay que conformarse con un mate cocido.

Las iglesias y parroquias juegan un papel muy importante porque funcionan como refugios y puntos de ayuda para quienes buscan salir de las calles y las adicciones, y para las familias que no tienen para comer. Recorrí las diferentes iglesias católicas que se ven en el barrio y a todas las caracterizan sus construcciones precarias, sin lujos, sin baldosas pero con mucha gente dispuesta a ayudar. Desde abrigos, frazadas y un plato de comida caliente hasta enseñar oficios a los desocupados para que puedan conseguir trabajo. Dialogué con el padre de la parroquia San José, que se encuentra a solo media cuadra de la villa Puerta de Hierro, y me dijo que su intención es simplemente acompañar a los pobres, siendo él uno de ellos, para que vean que hay esperanzas y logren construir una vida diferente.

Es imposible vivir en Villegas y no dar cuenta de estas situaciones. Su precariedad es muy evidente, muchas calles son de tierra y las que están asfaltadas se encuentran en pésimas condiciones. Hace falta solo tomar el tren Belgrano Sur y observar la estación Villegas. Recuerdo que varios medios han venido a capturar el momento en que el tren para y comienzan las corridas desde el tren hacia la villa y viceversa. Es un barrio conectado por pasillos angostos, cual laberintos en medio de las casas, que se ramifican por dentro de todas las manzanas y tienen salida hacia las calles y las avenidas laterales. Es común ver que sobre la mayoría de las casas se está edificando una nueva, pues que estén viviendo, en un mismo terreno, tres o cuatro generaciones de una familia suele ser lo usual en los hogares de estos barrios.

Existe una dicotomía muy evidente en cuanto a la presencia y ayuda política: el barrio Villegas pertenece al partido de La Matanza que es uno de los puntos estratégicos más considerados en época de elecciones y campañas. A fin de cuentas termina siendo solo eso, un barrio recordado para obtener votos y olvidado durante el resto de los días. Que hipocresía hay en cada político y candidato que recorre las calles y hace promesas. Que hipocresía hay en cada foto que se sacan tomando mate con los vecinos, escuchando sus problemas y mostrándose alegres, preocupados y generosos. No tienen una idea de lo que es vivir en un barrio así, no creo que les importe tampoco, excepto, claro, durante época de elecciones. El nivel de abandono político hace que estos lugares se rijan por la “ley de la selva”; sobrevive el más fuerte.

Mientras escribía me puse a pensar por qué tenía la necesidad de proyectar estas experiencias en papel, por qué escribía sobre algo tan personal y no sobre cualquier otra situación, por qué elegí contar mis vivencias y mis sensaciones. Y recordé un libro que leí hace ya un tiempo del argentino Martín Caparrós: El hambre. Es una crónica muy fuerte y apasionada en la que se busca exponer cómo las personas padecen y mueren de hambre en todo el mundo, pero el autor se pregunta por qué cuenta lo que cuenta si después de todo no cambiará nada, y su repuesta es: “porque no me soporto si no lo hago”.

Yo me hice esa misma pregunta hace un instante. Me respondí que nunca se sabe quién está leyendo del otro lado, ni qué está pasando por su cabeza. Siempre creí, y aún lo hago, que las experiencias que nos tocan vivir son de las que más aprendemos, son capaces de hacernos ver el mundo de maneras diferentes, de hacernos sentir de formas que nunca creímos posibles. Pero a veces no es necesario pasar por ciertas situaciones para comprender que no queremos estar en un lugar determinado, a veces las experiencias ajenas ayudan a ver las cosas de otra manera y no es necesario vivirlas. Supongo que por eso lo escribo, para que mis vivencias puedan servir, de alguna manera, para ver o conocer una realidad que, por más cruel que sea, sigue siendo real. Esto es lo que sucede en mi barrio, esto es lo que veo todos los días. Lo quiero exponer porque yo tampoco me soporto si no lo hago.